Capítulo 1, Parte 4/ O cómo las conversaciones más largas se basan en detalles de un segundo

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De camino a casa de Gonzalo, apenas hablamos. Me encanta eso. Me encanta que puedas estar la serie de minutos que en otras condiciones resultaría preocupante, sin decir una sola palabra, y que no resulte ser una situación incómoda. Solamente una situación más. Me encanta tener a un amigo tumbado en el sofá, yo en el otro, y que cortemos una conversación porque sí, porque no da más de sí, y cada uno se retire en alma, que no en cuerpo, a pensar en sí mismo quince minutos. Eso sí, cualquiera podrá romper el silencio con lo primero que se le ocurra, porque es un silencio circunstancial, no establecido. Por otra parte, y para dar variedad, me encanta que haya momentos, con quien sea, en que nos quitamos la palabra de la boca el uno al otro, momentos en que, con una sonrisa efusiva y llena de fuerza contagiosa, contamos atropelladamente todo lo que se nos ocurre. Sin filtro, tal cual se genera en el cerebro. A veces ni éste mismo lo procesa, con lo cual el oyente no sólo se pierde entre la velocidad de las acciones, sino también por el poco sentido de los juicios que emitimos. Pero no importa, el que quiere contar, cuenta, y el otro, escucha. O no escucha. No importa, lo más importante es esperar pacientemente el turno para poder contar también. En este punto no es relevante si se presta atención o no. Lo importante es soltarlo todo, dejar salir ese borbotón de información y quedar satisfecho. Es como una especie de sexo sin compromiso: cada uno busca su beneficio, pero para ello necesita a alguien, no puede hacerlo solo. Cuando cada uno se desahoga, sexual o conversacionalmente, los dos quedan tranquilos y sosegados, y a otra cosa.
Es curioso, porque somos capaces de resumir un año de carrera en dos frases y quince segundos, pero estos momentos de ímpetu, de pisar el acelerador con la lengua, no se basan en el resultado de unos exámenes. Ni en una oportunidad de trabajar en lo que te gusta. Ni siquiera en un diagnóstico positivo de un amago de enfermedad grave de un familiar. No. Las conversaciones más largas, más envolventes y animadas, se basan en detalles que originalmente duraron un segundo. Una mirada, una frase con doble sentido de parte de una persona especial. Un encontronazo. Un beso. Las conversaciones más largas son por culpa de los besos. Horas y horas y más horas se gastaron infructuosamente desde el principio de los tiempos intentando describir un momento que sólo se puede ilustrar, nunca mejor dicho, mediante una fotografía. Si borraran los besos de las pautas del comportamiento humano, tendríamos tanto tiempo libre, tantísimo tiempo libre, que todos seríamos bilingües. O sabríamos pintar óleos. O entenderíamos de fotografía, podríamos ir por ahí captando los besos de la gente y nos ahorraríamos miles de litros de saliva.

Capítulo 1, Parte 3/ O cómo una sola persona te falta y el mundo entero está despoblado.

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Clavo.

Clavo era la especia. Clavo. Del francés, “clou”. Creo que la filología, cualquiera que fuese, me habría proporcionado más satisfacciones que la Ingeniería Naval. Los navíos es en lo que quiero emplear mis fuerzas y vida, y retirarme en Sri Lanka. Pero la filología es un hobbie-trabajo. ¡Hubiera sido ideal durante la Universidad!

Me admiro ante los estantes del supermercado. Ni de lejos soy un maniático del orden, pero ver todas esas cosas ricas apiladas perfectamente, por sabores, olores, tactos… Me fascina. A menudo sueño que me quedo encerrado en un centro comercial una noche y tengo la libertad para hacer lo que me plazca. Las posibilidades son infinitas. Desde organizar un cross en bicicleta sobre colchones de múltiples grosores y tamaños hasta ver el fútbol en cien televisiones distintas tumbado en un sofá de siete mil euros a la vez que saboreo ciento cincuenta tipos de patatas fritas diferentes.

En esa obnubilación, oigo a mis espaldas una voz conocida. No por mí, sino por casi todos. Gonzalo no es una persona especialmente inteligente ni con muchas virtudes, no destaca en casi nada, pero es de esas personas atrayentes. No atractiva, bueno, no sé, pero atrayente. Don de gentes, lo llaman. Pero él tiene algo más. Gusta tenerlo cerca. Tiene una conversación pegadiza. Y, sobre todo, una sonrisa sincera. Sonríe y te convence de que te conviertas al budismo. Dices algo gracioso y se le ilumina la cara, no finge. Nunca finge.

-¡David Bataller de compras! ¡Mariquita!

Me giro para comprobar el rostro del adulador.

-Y tanto. Ya lo sabes: antes un yonqui imponía y un marica daba miedo. Ahora somos tantos que la gente nos mira con indiferencia.

-Ah. ¿Y tú qué eres?

-Tú me lo dirás. ¿Ambas cosas? ¿No me dijiste el otro día de fiesta que nosotros somos lo que la gente dice?-sentencio con ironía.

-No pienso discutir, barquito. Para ellos, sí lo somos. Y no se lo podemos rebatir. Para nosotros, somos lo que cada día pensemos, ¡por siempre jamás! Pero una cosa te digo: tenemos culo de mal asiento y cada día nos consideramos esto o lo otro. En cambio cuando el resto de la gente tiene una opinión generalizada... ¿Crees que tanta gente se puede equivocar? Son más objetivos que el sujeto en cuestión.-

-No sé. Igual. Pero hoy sale tanto en la televisión el “No importa lo que digan los demás, oh sí, be water” y toda esa mierda, que emprendemos cruzadas contra el que no dice lo que queremos oír.

-Exacto. ¿A que hay personas cuya opinión de ti te importa muchísimo?

-Pocos.

-¿Los hay?

-Los hay.

-Pues eso. Y confías más en ellas que en ti mismo.

-Va Gonzalo, deja para otro rato las conversaciones trascendentales, que estamos sobrios. ¿Qué tal todo? No te he visto en dos semanas.

-Estudio bastante. Miento. No estudio; trabajo. A mí no me gusta estudiar, pero estoy loco con mi proyecto. Por fin tengo libertad, no treinta ejercicios que tengo que empollarme para ver si en el examen me cae algo similar. Ahora paso el día surfeando en Internet, busco en revistas, hablo con profesores –y bien sabes que me atrae poco-; en definitiva, que hago lo que quiero y a mi manera. Si la carrera llega a ser así siempre me cogen para algún proyecto internacional en el Sudeste Asiático.

-Pues cómo me alegro. Ardo en deseos de contemplar tus investigaciones científicas.

-No te rías, payaso. Te lo digo de verdad.

-¿Y yo no? Siempre que te dan rienda suelta es cuando eres capaz de hacer algo en condiciones. De verdad que me interesa. ¿Qué tal con Teresa, habéis quedado últimamente? Mira, te presto tanta atención que me saco rimas.

-No preguntes acerca de lo que no quieras saber.

-¿Por qué…? Ya sé que no es un tema muy de actualidad, pero pasados los estudios… Toca el amor. Salud sé que tienes.

-¿Qué amor?-pregunta sobresaltado.

-Es una forma de hablar, hombre. Suelta, que te veo raro.

-No sé.

-Vamos…

-Qué te voy a contar, tengo una racha extraña.

-¿A estas alturas? ¿Melancólica?

-No no, o sea, no de poner cara de cordero degollado ni suspirar por las esquinas. La echo de menos, pero en el buen sentido, sin tragicomedias. No es agradable acabar con relaciones, no es que creyese que consistiese en presionar un botón… Pero mi ideal se acercaba más al botón que a esto, sí.-sonríe.

-Bueno, fue bastante limpio, ¿no? Y hace ya un par de meses, ¿no está oxidado el botón?

-Limpio por absurdo. Salté del tren en movimiento y se quedó mirando al arcén extrañada mientras éste seguía hasta la siguiente estación. ¿Te ha gustado, eh?

-Metáforas aparte, ¿cómo puedes decir eso? La posición de la otra persona no es la más cómoda, ¿no crees?

-Vale, por el dolor y eso sí… Pero ahora en mi cabecita vizcaína queda el runrún de no saber si he metido la pata. Es el riesgo que corremos los dubitativos: la indecisión. Qué redundante, ¿no? Me refiero a que Tere está en paz consigo misma. Ha pasado, no puede hacer nada, le sonríe al mundo y se encoge de hombros. En cambio yo la veo y se me cae la baba.

-¿Te la secarás con cuidado, no? Que nadie se dé cuenta.

-No, cierro la boca y me la trago.

-¿Por qué me dices esto ahora? ¿A qué viene?

-¡Y yo que sé! ¿Desde cuándo me controlo? ¿Desde cuándo te controlas tú? Me pasa, y punto. Ahora la veo lejos y me causa impresión.-mira a mi mano con el bote de especias y duda un instante.

-¿Qué?

-Pues que mira viendo lo que has comprado me viene de perlas. Digo que no me vale eso de que un clavo saca otro clavo. Claro que hay clavos, las ferreterías están llenas, pero no hay dos clavos iguales, los hay mejores, más interesantes, más bonitos, más de todo. Pero no me dan lo que aquél clavo. La estantería no está tan bien sujeta.

-Pues tú sabrás, poeta de los cojones. ¿Sabes que leí ayer en el As? Sí, en el As. Fréderick Hermel hablaba del Olympique de Lyon y Benzemá o no se qué y citó una cita gabacha muy famosa: "Una sola persona te falta y el mundo entero está despoblado". Toma candela, ahora me sigues con tus discursos literarios.-sonrío triunfalmente.

-¿Hermel dijo eso? No chico, nadie se muere por nadie. Pero hay momentos en que no puedes contener la realidad. El otro día hice algo…

-Joder, ¿no puedes dejar de hacer el tonto? ¿Qué te tomas?

-David, la responsabilidad es mía, pero no soy la persona más expresiva. Bueno, sólo contigo, esta conversación sólo es posible con muchos seres humanos. Así que el orgullo no me deja decir nada a la cara sin tantear el terreno.

-¿Y bien?-pregunto escéptico con una ceja levantada.

-Es una gilipollez, pero me servía. Verás: el otro día estuvimos tomando café, ya sabes, no nos llamamos todos los días pero sí que nos vemos un par de veces en semana. Es inevitable que coincidamos en la universidad casi todos los días, y la verdad es que nos ponemos cualquier excusa para quedar un rato y charlar.

-Ya… Lo mío con Alba es parecido.

-¿Qué dices? Lleváis tres años o así, estáis locos. ¿Boda? ¿Boda? Me molestaría no estar invitado.

-Pss… No me gustan las fechas. Me refiero a que es como estar con tu mejor amiga, te entretienes horas y horas hablando, sólo que te pone cachondo y por las noches se duerme poco. El otro día se me ocurrió que si me dan un trozo de mármol y nociones de arte, soy capaz de esculpirla. Me conozco cada centímetro de su cuerpo. Te lo digo en serio. ¿A que mola mi idea?-

-Sí, podrías regalarle una escultura de su cuerpo desnudo por su cumpleaños. Con todo detalle. Seguro que le ganabas en originalidad. Desde luego, se asustaría. No, no lo hagas. Además, con esas manazas seguro que la has deformado ya.

-Pero qué dices, la toco con suavidad, por eso sigo sabiendo cómo es su cuerpo cuando mis manos no están tocándola. No seas tonto. Va, sigue.

-Bueno, el caso es que una vez que fue al baño… Mira, esto me da mucha vergüenza, no te rías, ¿vale? Sólo quería ver su reacción. Sabes que soy muy de cartas, y en un descuido le metí en el bolso la reina de corazones.

-¿Y la reina de corazones significa algo para vosotros?

-No, pero no sé, es la reina de corazones.

-¿Y qué pretendías conseguir con esa estupidez?

-Pues lo que pasó. Ayer estuvo en casa con una amiga y yo tenía mi baraja de póker encima de la mesa. A la mano, vaya. Pues la chica se creyó más lista que yo y la cogió disimuladamente por primera vez en su vida y fue pasando carta por carta.

-¿Y estaba Doña Sofía de Grecia?

-En cierto modo. Había una carta de las del reverso blanco de cuando éramos pequeños, que, sin dibujos, tenía escrito “Reina de Corazones” con bolígrafo.-

-Vaya cerdo manipulador. ¿Dijo algo?

-No, pero su cara de contrariedad me encantó.

-Después de esa jugarreta darás algún paso más, quiero suponer…

-Sí. O sea, creo que sí. Quiero dejar las cosas suceder, sin precipitarme. Sin preocuparme. Ir tanteando, y tanteándome también a mí mismo. Pero ver poco a poco su reacción e intenciones. ¿Y si decido que soy tonto y ya no me acepta?

-Yo le daría un aplauso. Es probable, en su derecho está. Pero sólo hay una forma de comprobarlo.

-Ya… Eso, que ya veremos, que sólo quería saludarte y me has liado.

-¿Te he liado? Serás…

-Calla anda, y vente a casa un rato, viene Laura con Alberto a presentarnos su nuevo single.

-¿Y pretendes seducirme para que vaya con esa noticia?

-Sí. ¿Y lo que nos vamos a dar con las rodillas por debajo de la mesa?

-Acepto a regañadientes.-y no puedo evitar soltar una carcajada.

Capítulo 1, Parte 2 / O cómo fingimos para no saludar a los vecinos

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A los siete mil metros ya estoy en casa, y el cansancio hace que el adosado luzca como un oasis en el centro geográfico del Sáhara. Un maldito oasis con una decena de grifos bajo los cuales zambullirme para beber hasta que duela. Uso las últimas energías en levantar la vista y observar esa multitud de habitaciones encendidas que se ha convertido en la seña de identidad de mi familia. Es fascinante cómo en casa descuidamos tanto el ahorro energético, qué poco nos sensibilizó David Villa con su “la calefacción, a 19 grados basta” y su sonrisa cálida. Debe haber visita esta noche, o unos grandes ingresos que paguen la factura de la luz. Y resulta curioso, porque, brazos en jarra, al otro lado de la calle, con todas las persianas subidas puedes observar una especie de cómic animado. Un 13 Rue del Percebe en tiempo real, un Belén viviente en febrero, cambiando los apacibles bueyes con mirada penetrante –como si fueran conscientes de que se encontraban ante el nacimiento de la religión más importante del mundo y eso los hiciera felices, tanto como a la vaca del logotipo de La Vaca Que Ríe- por Figo, mi gato sobredimensionado. Pero el cómic está por escribir y no se vislumbra nada más que lámparas dando con su luz forma a toda la parafernalia de maquetería de Diego, a los cuadros de mamá, a la cocina americana.
Ciertamente ésta es una casa de soñadores y artistas. La mente de Diego es como uno de esos laberintos de los libros de pasatiempos mal hechos: puede llegar a complejidades aturdidoras y hacer de algo pequeño todo un mundo, pero cuando menos se espera, en las situaciones más incómodas, traza una línea y sale por la misma esquina que empezó encontrando el fallo del asunto, sin haber menguado la punta del lápiz, sin necesidad de entrar a buscar al minotauro. Y es entonces, bajo la mayor presión, cuando resuelve cualquier contratiempo con seductora practicidad. Supongo que ese cerebro de Jekyll y Mr. Hyde es lo que le lleva a crear esas imponentes catedrales en miniatura… Que ese contraste entre lo simple y lo endemoniadamente complicado es lo que se necesita para dar forma a algo tan bello que cuando te lo presentan acabado, parece el destino lógico de esa cantidad de piedras, como si el maestro constructor del siglo XII basase su inspiración en echar un vistazo a la cantera y en el instante descubriese que esa mole de roca sólo pudiera acabar construyendo ese edificio. Algo así como mirar en la cama los ejercicios resueltos de Sistemas Auxiliares del Buque y encontrar todo tan razonable, tan acojonantemente verídico que ni siquiera practicas, porque cuando comiences no se te ocurrirá otra forma de hacer las cosas que da los resultados correctos. Pero la realidad es otra, y ante el folio en blanco el ser humano puede llegar a ser muy imaginativo y llegar a incorrecciones bíblicas. Por eso admiro a Diego, porque él parte de cero y todo lo tiene dentro, elige el camino correcto aunque estudie tumbado. Más que eso, no elige un camino correcto, porque no hay unas reglas a seguir a la hora de crear, sino que inventa. Y lo hace bien.
Buscando la llave del portal por algún rincón de las capas de ropa me percato de que después de una década, todavía no sé si saludar a mi vecina Rosa. Ella tampoco. Rosa. Rosa tiene nombre de vecina, no podría tener una vecina que se llamase Malena y pensar que es una vecina, y no la regente de una sala de variedades. Nos miramos a intervalos en los segundos que tardo en cruzar el umbral y si en uno de ello coincidimos ambos, entonces nos saludamos. Si no, fingimos molestia por haber pisado barro o que no nos abran al tocar al timbre, y hasta el siguiente posible saludo. Pero hoy ella me da esquinazo más rápido que yo y dobla la esquina para dirigirse al jardín trasero. Joder, para mí es un alivio porque no se me da muy bien aparentar que he pisado lo que excretó un perro hace un par de horas, ella me lo ha puesto fácil para evitar soltar ese “buenas…” con cara de tonto y un tono de voz que parece indicar que en cuanto entre en casa voy a adoptar un niño nicaragüense, pero aun así me molesta que haya sido ella. Como cuando una chica va detrás de ti y por poco que te interese, te molesta cuando un día ves que les das igual y en su mirada no ves nada extraño, sino indiferencia.
Justo cuando la llave, que ya está entrando en la cerradura, está a punto de girar, recuerdo que papá me había pedido que a la vuelta trajese esa rara especie aromática cuyo nombre no recuerdo ahora mismo, pero adivinaré en cuanto busque por el estante de la tienda. Salir a correr por la noche tiene la desventaja de que cualquier recado recaerá sobre ti, como si salir a correr, como no constituye una obligación, fuese un paseo por la ciudad con las manos en los bolsillos. Pero no importa, me encanta ir de noche, es cuando en realidad se puede estar a solas un rato consigo mismo y ser beneficiosamente egoísta, porque el resto del día no estamos solos aunque nos atrincheremos en la habitación. Siempre hay distracciones, siempre estamos dando y recibiendo, llamando, trabajando, durmiendo, todo por un fin, lo que sea. Pero por mi querido carril bici a las once de la noche sólo puedo despejarme y quererme un poco.
Fuera ya del alcance de Rosa, ¡ay, Rosa, ahora extraño tu saludo! giro en redondo para cumplir con el recado. De todas maneras, conviene que me siga dando el aire hoy, así que daré una vuelta y vuelvo más tarde. Siempre habrá un timbre al que tocar y charlar un rato, hoy no me apetece estar en casa, y no es capricho. Se avecina tormenta.

Capítulo 1, Parte 1 / O cómo el alcohol te hace hacer cosas que ya querías hacer antes

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Cien metros. De lejos el mejor momento del día. El que se cubre quemando los cien primeros. Con la sangre aún en calma, porque el corazón no se da por aludido por atarme las zapatillas y salir con los bolsillos vacíos a una calle a dos grados. Él pretende seguir con el mismo trote desdeñoso del partido de los sábados, porque claro, las costumbres son las costumbres y lo que signifique alterarlas sorprende al personal. Sal diez días seguidos y al undécimo tu madre sacará el billete azul del bolsillo por acto reflejo; no salgas diez días y si el undécimo te duchas a las once y media, prepárate para las caras de “oh, por todos los santos, ¿adónde vas?”. Y el corazón piensa, decide y actúa según le conviene. Siempre. Así que en estos cien metros la mente inyecta a presión al cuerpo la idea del movimiento, y ante la incredulidad de la bomba hidráulica, las primeras en reaccionar son las piernas. De súbito se alegran, levantan las rodillas hasta el punto de la sobreactuación como si de una demostración de treinta segundos se tratase, e imponen un ritmo de atleta federado. En los cien primeros metros, ni un solo jadeo, respiración pausada, rítmica. Todo entra y sale por la nariz. Ni una gota de sudor, impecable. El mejor momento, sí. Despierto, animado, atento, con Whitey como un metrónomo en el oído, limpio y lleno de energía. Podría encontrarte en el metro noventa y cinco con el amor de mi vida y sentirme afortunado de que haya sido en ese momento, porque soy mi versión idónea.

Mil metros. La euforia se apaga, pero en compensación lo hago mejor. Algo así como esa transición en los primeros minutos de un examen que al leer por encima se muestra asequible. Un vistazo rápido, compruebas que sabes de qué te hablan, y cuando se pasan los nervios haces una llamada a la calma y te pones manos a la obra. Aquí es igual. A los mil metros sé a qué juego, los pies se entienden, los pulmones aplauden porque les doy trabajo, y vista al frente. A la luz de las farolas. ¿Es tan difícil que más de la mitad funcionen? Al carril bici y sus graffitis de alto standing: "Jenny te quiero" -y a una docena de zancadas, "Jenny zorra"-. A los coches. ¿Quién irá dentro? ¿Algún conocido? ¿Me reconocerán si se fijan? El aliento todavía es inaudible, pero la pausa y tranquilidad con la que llego a los mil metros dejan un resquicio para que pueda pensar, y eso asusta. Mejor aprieto. Podría encontrarme en el metro novecientos noventa a un amigo con el que esté enfadado y mantener una conversación reconciliadora; mi mente está en perfectas facultades, incluso más fresca, y aun así no queda tanta fuerza para defender puntos de vista.

Cinco mil metros. Exceptuando la jugosa dosis de moral que proporciona dar la vuelta a la mitad del recorrido, soy un ser vivo que se nutre de la imaginación para continuar, porque al final del camino espera esa maravillosa sensación. La de haberme convertido en el personaje activo y enérgico que tanto echo en falta los domingos por la tarde. Cuesta no escurrir la camiseta para recrearse por haber vencido a esa pereza dictatorial que te encadena al salón y te lleva a hacerte caricaturas de ti mismo al estilo Pocoyó en internet.

Sienta especialmente bien salir a correr un día de resaca. Es meritorio, no ya por la voluntad que se necesita para salir de la cama, o del sofá, que en el siglo XXI ambos muebles se confunden, una cama pegada a la pared es un sofá incómodo y un sofá cómodo, la mejor cama. Es más bien porque… Bueno, ahogarse en su propia saliva y bocanadas reflejas de aire es menos cómodo si las sienes palpitan de forma visible. Jamás entenderé por qué en la televisión el efecto de una buena resaca es que los sonidos se amplifiquen y te destrocen la cabeza. A mí, ni a nadie que yo conozca, le molesta que hablen alto a las tres de la tarde después de haber salido. Al contrario, con un poco de suerte te devuelven al mundo de los vivos. Tragas saliva, rezas un padrenuestro y te incorporas con cuidado y por etapas para no ver esa espirales de luces brillantes blanquecinas girando a mi alrededor. Pero sólo me molesta que me palpiten las sienes. Eso, y que al sacudir la cabeza parezca que por la noche, mientras dormía, hayan roto un vaso y hayan tenido la amabilidad de guardarme los restos entre oreja y oreja. Los decibelios me caen bien.

Existen tantas frases “ingeniosas” con respecto al alcohol que cada fin de semana me sorprende alguna nueva. La última es que éste tan sólo te lleva a hacer cosas que ya querías hacer antes. Si se refiere a que finjo mejor quién no me cae demasiado bien, quizá sí, pero ahí se acaba el dogma. Que mi móvil no sea de última generación no significa que quisiese que se resbalara de mis manos y se zambullese entre docenas de pies. Tampoco es que me apeteciese no saber dónde había dejado la cazadora y llegar a casa sin ella. Ni derramar esa cantidad de líquido dulzón y pegajoso en la alfombra. Qué coño, el alcohol convierte en un estúpido. Y además me muestro efusivo con quien no me apetece siempre que luce el sol. No vuelvo a beber.

¿Qué hago aquí?

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"El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar."

Gabriel García Márquez

¡Casi un año! después de que me viniese a la cabeza esta idea, por fin dejo de hacerle poco caso y giro el pomo para entrar por la puerta de la "literatura". ¿Dejaré de entrecomillarla alguna vez? Para muchas propuestas interesantes siempre hay ganas, pero es difícil reunirlas con ese plus de ímpetu que se necesita para decirse
"venga, vamos, es el momento". Ahora lo es.
Mi objetivo es escribir una blog-novela en
tiempo real que, si bien tendrá un argumento y unas bases que fijaré estos días y servirán para ensamblar el relato en sí, será básicamente una improvisación.
El tema, aunque ya se irá desvelando, podría resumirse en unas palabras como "estudiante español de veintidós años, feliz y contento con su vida y milagros y con la obesidad de su gato como mayor preocupación, se despierta una mañana con la sensación de que algo falla, de que casi nada es igual que ayer, con un constante sabor a déjà vu y todos sus allegados un pelín más jóvenes...". Se trata de explicar cómo nos adaptamos y cambiamos ante situaciones inexplicables y que nos piden sacar lo mejor de nosotros mismos, tomar decisiones, adaptarnos y crecer.
Así bien, un texto improvisado está influenciado por el humor con el que escribas ese día. Eso es lo que busco:
espontaneidad, frescura, contradicción, un reflejo del hervidero que puede llegar a ser la mente de una persona de veintipocos. Sin un lenguaje enrevesado ni cargado, sino directo, mordaz, hábil y ameno. Busco contar una trama, pero haciendo a la vez una observación acerca de todos esos detalles de la vida cotidiana en los que se esconden a menudo la felicidad o su antagonista. Busco recrear la vida a mi manera, como dice Arturo Pérez Reverte. Mezclando amor, odio, alegría, desánimo, ilusiones, vehemencia, humor, sexo, dudas, psicología. Y jugando a descubrir cuánto de mí habrá en el protagonista y cuánto no habrá, porque la escritura se hace más lejos que cerca del portátil.
Busco un
estilo. A mí me excita escuchar una canción de los Red Hot y saber, con cuatro notas que escuche de pasada caminando por la calle, que son ellos. Busco una forma de expresión reconocible y característica. En casa me llamaban cínico ya de pequeño -hasta que descubrí que un cínico puede ser una persona "descaradamente obscena" o "desaseada" y preferí pensar que se referían a que era muy irónico-, así que creo que será fácil crear una línea propia. No escribo nada desde 5º (un libro sobre cangrejos aventureros), pero ¿y lo divertido que es hacer algo sin saber y sin que sea una obligación? Esto me recuerda a aquella frase de Toteking, que decía:

" Yo, evitarme es lógico, pero no da placer,
como bailar cuando se sabe o cuando se debe "

Este fin de semana escribiré el primer capítulo, que ya no tengo exámenes. Con el tiempo intentaré que el blog sea más vistoso y procuraré ir mejorando el contenido. ¡Salud!