Capítulo 2, Parte 3 / O cómo un vaso de agua a veces baja por un millón de conductos que te irrigan a presión cada célula de tu cuerpo

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“…nunca dejes de leer la letra pequeña”. La frase me ha seguido dando vueltas en la cabeza hasta las nueve, cuando ya he decidido ponerme en pie. En la casa reina un absoluto silencio; todavía no han llegado.
Como cada vez que no paso una buena noche, o que me quedo un rato traspuesto en el sofá, me levanto… Y pareciese que mi cuerpo no estuviese diseñado para caminar erguido. Me flaquean las rodillas y veo cómo a mi alrededor empiezan a girar un montón de lucecitas blancas, en un perfecto círculo que me rodea con rigor físico pero no amenaza con acercarse. No obstante, tras unas pinceladas de desorientación y un par de pestañeos potentes intencionados, aspiro una fuerte bocanada de aire y me recorre un viento que podría ser de los Alpes, que me llena de energía hasta el último escondrijo de los pulmones. Hoy siento algo poderoso, como beber un vaso de agua y tener la sensación de que no baja por el esófago, sino por un millón de conductos que te atraviesan el pecho e irrigan a presión todas las células de tu cuerpo.


Hoy será un gran día. Nunca creí en ese instinto que te acomete al despertar que te susurra que esta o aquella jornada será especial sin que tú hagas nada por que lo sea. “Acuéstate con mil chicas y verás que ninguna es más especial que las demás” me dijo una vez Neil Strauss. Pues, ¿por qué iban a existir días distintos por su propia naturaleza? La homogeneidad de tantos y tantos días dispuestos en tantos y tantos meses se tragaría cualquier intento de distinción por parte de alguno. ¿Por qué iban a comenzar algunos días siendo mejores? ¿Por un affaire del destino? ¿Por el batir de alas de una mariposa en Hong Kong? Los días serán distintos porque te esfuerces en buscarles las cosquillas y en sacarles virtudes, resquicios que te aporten algo, que te sirvan oportunidades. Porque le eches un gran saco de ganas. Como con ellas. Pero hoy me siento diferente. Más vivo.

Hoy cualquier canción me hace dar saltos y querer saltar por la ventana sólo por ver qué pasa. Y es que a menudo lo pienso… Estar en el alféizar de una ventana de un sexto y pensar: ¿y si salto? Es muy fácil, primero una pierna, después la otra… Zas, y al vacío. Como decía mi sueño. Y en realidad, sólo hace falta que mi cerebro envíe una onda a mis músculos. Pero instantáneamente siempre me digo: “sabes que no lo vas a hacer, y por eso te permites pensar en ello con tanta soltura. Por muy fácil que sea, el espacio entre saltar y no saltar es un abismo porque simple y llanamente, estás cuerdo”. Aunque, si esa es la prueba de la cordura, creo que los manicomios son una institución muy elitista que sólo elige a los que saltarían sin dudarlo dos veces.
Esta mañana no arrastro tanto los pies de camino al baño. No parece lógico que después de una triste noticia me sienta con tantas ganas de comerme el mundo a bocados. Pero soy más liviano, una ráfaga por la ventana y voy volando a renovar el DNI. Uf. La burocracia de la cartera de cuero siempre me trajo de cabeza. Pero hace ya dos meses que cumplió, y ya decía Murphy que basta que creas no necesitar renovar papeles para que toque al timbre una necesidad exterior que te exige el cumplimiento de unas normas que poco tienen que ver con la vida cotidiana.
No. No me miro al espejo. Nunca me miro al espejo por la mañana. A la ducha sin pensarlo. No tengo por qué rendirme cuentas a mí mismo por la mañana. Para eso ya están mejor los demás. En cuanto salga al mundo exterior me juzgarán un par de veces por minuto, para qué añadir una unidad más al contador. Entro en la ducha y cierro la cortina. ¿Esponja verde? ¿Dónde está la mía? ¿Gel para piel seca? ¿Dónde están mis cosas? No puedo con Diego… Su cabeza es una obra de la genética, pero el sentido del orden se lo dejó tirado en la calzada el día en que se cayó de la bicicleta en Valdemorillo. Y las ganas de que el agua fría cubra cada centímetro de mi piel y me envuelva en otra dimensión, la del mundo de los despiertos, es mayor, mucho mayor que las ganas de ir a buscar mis útiles al otro baño, o a la despensa, yo que sé.

Capítulo 2, Parte 2 / O cómo algunos creemos que para ser amigos basta con querer, como si para estar sano bastara con desear la salud

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Creo que he vivido la noche más surrealista de mi vida en una cama. Y aunque parezca un chascarrillo que puede sonar a poca experiencia sexual, me refiero a dormir. Vale, que es lógico y normal dormir poco la noche que te enteras de que a tu madre le queda poco tiempo de vida, sí. Por eso me he dormido a las tres de la mañana y sólo conseguí pegar ojo por agotamiento mental. A menudo me imagino mi mente como en los documentales del sistema nervioso: un sinfín de latigazos de luz a velocidades que se ríen de la de esta última. Una estampida de haces de ideas supersónicas chocando sin ningún sentido, derivando en destellos estrellados, con el único objetivo de no sacar ninguna conclusión y volver al principio. Al principio para el cual no hacía falta ningún latigazo de luz hiperveloz. Al principio que puede escribir un niño pequeño en el suelo con una rama, porque es así de simple: ¿por qué mi madre? Creo que lo que más me molesta es tener que fingir buena cara el mismo día que me entero de la noticia por el mero hecho de que la afectada sea tan optimista que parezca que nada le importe. Las cosas pasan, sí, y se asume, pero quiero unos días de margen, ¿no? Siempre he dicho acerca de la gente que no me merecía la pena que “Algunos creemos que para ser amigos basta con querer, como si para estar sano bastara con desear la salud”. Aristóteles sabía del tema. Pero el caso es que nunca había visto la igualdad desde su segunda afirmación. Así que ahora tocará decir que “Algunos creemos que para estar sano basta con desear la salud, como si para ser amigos bastara con querer”. O más bien, “algunos creemos que porque uno sea una más o menos buena persona, no tienen que pasarle cosas malas a los seres queridos, y si deseamos que no sea así cuando ya es inminente, el firmamento nos debe algo y lo arreglará… Como si para ser amigos bastara con querer”. Qué enrevesamiento, por Dios. Y son las seis de la mañana.


Tres horas de sueño. Y por ello digo que ha sido mi noche más surrealista, porque yo sólo sueño cuando no quiero ir a clase y atraso el despertador. Pero soñar estando profundamente dormido… No sé. Como siempre, no me acuerdo muy bien. Pero no tengo en la memoria una historia resumida, tengo retazos nitidísimos y claros totalmente vacíos de información. ¿Soñar por la noche? Yo no. Igual es que no estaba profundamente dormido. Igual estaba esperando oír la llave en la cerradura… Pero claro, no quisiera haber bajado en caso de que llegasen, no me apetece montar un número melodramático de hijo desesperado. Las cosas, como son. Y aunque apenas me acuerde del sueño, ha sido tan real… Qué afirmación más típica. Pero esta vez lo digo en serio. No sabría describir la sensación. Estaba en una sala azul. Señorial, como un buffet de abogados. Como el despacho del malo de Prison Break. Pero sentado en la silla giratoria y tapizada con algún tipo de cuero delicioso al tacto. Las puertas se abrían y entraba yo mismo. También típico. Pero no era yo, era otro yo. Era un yo que sabía algo. Y con algo quiero decir ALGO. Como si tuviese las respuestas para todos los interrogantes de la vida, esas que se hacen y que se intentan responder en los canales culturales. Hoy estoy pesado con los documentales… Era otro David. Pareciese que aquél David fuese más inteligente que yo, pareciese que nunca podría sorprenderle en una conversación. Quiero decir, en una conversación que no fuese acerca de los interrogantes de la vida, que eso es obvio. Como si fuese una versión al 110% de mí mismo, de forma que sabe todo lo bueno que soy capaz de dar, pero además el tiene un par de ases en la manga. Era un David con una novia más guapa que la mía. Con una novia que se rompiese de guapa, pero que no querrías ni pretender tirártela porque no te la tirarías ni la mitad de bien que él. Y no creo que saber todos los interrogantes de la vida le hiciera interesante a simple vista. De hecho, creo que a mí me harían más infeliz. Pero era otra cosa: era el contexto. Era el saber estar. Era su puta media sonrisa. En el sueño estaba muy nervioso por culpa de la media sonrisa. Además, el holograma de mi versión mejorada se pasó los cinco primeros segundos del sueño parado en el umbral de la puerta. Y sólo me dijo, antes de entrar una estupidez:

“David, es hora de que saltes al vacío. Pero no te lo creas, y nunca dejes de leer la letra pequeña”.

Capítulo 2, Parte 1 / O cómo a veces busco con la mirada un conejo blanco que me lleve a donde quiera

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Giro la llave dentro de la cerradura y empujo creyendo que no acciono una puerta, sino una losa. Ni siquiera tiene bisagras: es una puerta corredera. Ya no hay llave. Por un momento me transporto a otro mundo y creo estar arrastrando una puerta secreta de piedra de algún templo que me lleva a algún rincón apartado, a una salida, a una oportunidad. Es una sensación extraña, mi maldita imaginación me juega malas pasadas a menudo. Pero cuando veo el interior de la estancia despierto de mi ensoñación al comprobar que allí no hay nadie. Esperaba una familia abatida, algún familiar en silencio, un vecino consternado. Pero sólo me recibe Figo con su esquiva carrera desde la cocina escaleras arriba. Por algo será.
En medio de ese erial, prácticamente veo el cielo abierto. Me hubiera gustado fundirme en un abrazo con mi madre y llevar a cabo el ritual que dictan las escrituras que debe hacerse para dejar claro que quieres a alguien y la apoyarás hasta el fin. Pero cuando las cosas están claras, veo ese abrazo redundante. Sincero, claro, pero no me gusta hacer lo que aunque me apetezca hacer, de todos modos estaría obligado. Así que prefiero escaparme, evadirme, esconderme hasta que pase la marea y asomar la cabeza cuando aún huele a salitre, pero ya se ha calmado todo y nos podemos dejar de evidencias.





En esa cueva, toda oscura, me preparo para irme a la cama. Son las once de la noche, estoy cansado, porque la cabeza cansa más el alma que las carreras que pueda pegarse el cuerpo, y tiene pinta de que allí no va a venir nadie hasta bien entrada la madrugada. No tengo ni idea de dónde estará todo el mundo, pero esta noche me importo yo. Porque en esta situación, sabiendo que alguien va a dejarte, no soy capaz de compadecerme de nadie. Quiero ser egoísta, y plantearme la cuestión: ¿por qué? ¿Qué es lo que he hecho yo? No es justo. Quizá sea un pensamiento infantil e inmaduro, pero a mí no viene nadie a regalarme nada, y ahora, sea quien sea, alguien está a punto de arrebatármelo.

Y en estas estoy, duchándome, cenando cualquier cosa, como un robot, como llevado en volandas por el instinto y la rutina antes que por el raciocinio, a ratos nadando en un mar de lágrimas, a veces distraído por las divagaciones de la mente que ese ladrón de seres queridos me dio en su día. En esas estoy, queriendo que todo cambie. Que mañana sea otro día. Bueno, mañana será otro día, de eso no hay duda. Pero ojalá fuese todo diferente. Ojalá me despertara en un mundo donde las cosas que escapan a mi control no duelan tanto.
Cuando estoy a punto de saltar a la cama con la esperanza de que se doble, me mastique con los muelles del colchón y me devore, veo una nota en mi escritorio. Es la letra de mi madre, que reza así:

“Estamos en casa de tu abuela, en Madrid, porque mañana tengo que ir al médico. No quería que vinieses porque tu padre me ha dicho que mañana tienes cosas que hacer e iba a ser muy difícil convencerte de que no lo hicieras.
David, acuérdate de una cosa, que nos conocemos, piensas demasiado: puedes estar triste cuando a mí me veas triste. ¡Que no sea tu madre más valiente que tú!”.

Odio las frases lapidarias de mi madre, sería una buena abogada, porque está repleta de falacias incontestables. Que ella sea una sonrisa andante llueva o truene no quiere decir que hoy yo no tenga derecho a estar queriendo con todas mis fuerzas que mañana el mundo sea otro, me despierte en Neptuno, vaya a clase en mi nave espacial intergaláctica de los cojones, tenga que matar por el camino a un par de cazarecompensas que me quieran atacar con sus espadas láser en busca de unos cuantos rublos espaciales de nova, me secuestren dos semanas para que les ayude, con mis conocimientos navales, a crear el arma definitiva para derrotar a la reina de la séptima luna del planeta X-DYE, y me hagan pasar infinidad de calamidades… Deseo que mañana el mundo sea otro, que cambie todo, pero que al llegar a casa no tenga una familia incompleta. En el contexto que sea.
Decididamente, hoy seguiría al conejo blanco por cualquier madriguera. Y es cierto que una vez me dijeron que tuviese cuidado con lo que deseo… Pero no creo que nadie ni nada me dé la oportunidad de arrepentirme de las ganas que me recorren las venas de tirarlo todo por la borda y ser mañana un ignorante y comenzar de nuevo, que nada me preocupe. Quisiera ser un bebé de nuevo, y tener que aprender a hablar, caminar, coger el teléfono y ser capaz de colgarlo sin tirarlo al suelo. Sería emocionantísimo. Porque entonces iría al grano, no perdería el tiempo mirando el móvil en la cuna: centraría todo mi potencial de aprendizaje que tendría como bebé en convertirme en un adulto que se acercara lo máximo posible al control de las propias emociones.