Publicado por joseángel

Me despido de Alberto y Laura esbozando una sonrisa de regalo, para tranquilizarlos. Porque las sonrisas tienen un precio. Las espontáneas son gratis, y se pueden considerar un regalo, sí, porque nunca una sonrisa, que no una risa, ha portado maldad. Yo me refiero a sonrisas de regalo. Las que a pesar de no apetecerte, existe alguien que las necesita. Esa es la sonrisa que envuelvo a la pareja, una piadosa, un poco mentirosa.

Camino hacia casa, con la cabeza gacha, no por abatimiento, sino por pensamiento acelerado. No puedo parar de pensar en lo que probablemente se avecine… Siempre me ocurrió. Buscar remiendos para los problemas antes de que se confirmen como tal. Impaciencia, divino tesoro. En el momento en que las llaves no están, como siempre, en el bolsillo derecho, antes de pensar dónde he podido dejarlas ya comienzo a imaginar excusas a un récord seguramente inalcanzable para cuando llegue la hora de pedir una copia a papá. Y ahora todo un sinfín de situaciones se me plantean, y todas sin una madre que esté ahí para estar orgullosa, o enfadada, alabándote o lanzándote los objetos de la habitación a la cabeza. No importa tanto el contenido de la relación, importa que esté ahí. Para lo que sea. Se me anudan las cuerdas vocales y me palpita la sien de pensar en volver a casa y que sólo sea un edificio, un edificio en el que no viven mi madre y mi padre. Con veintipocos me gusta saberme el dueño de mi vida, viajar a Londres, París o Manila, decidir qué hacer hoy sólo cuando me levante por la mañana y no antes, cantar, saltar, reírme hasta conseguir ese reconfortante dolor abdominal y ser libre, no dar explicaciones a nadie, pero esa sensación de estar saboreando la edad adulta sin responsabilidades que la justifiquen sólo es posible si tienes una familia que siempre te recogerá con los brazos abiertos aunque llegues gateando con un nivel de alcohol en sangre asombroso jugándote medio curso al día siguiente. Aunque no seas lo que ellos querían que fueses. Aunque seas el hijo menos deseable que dos personas en su sano juicio, con un gran amor uniéndolos y toda la vida por delante, podrían desear. Porque eres “suyo”, no de su propiedad, no porque se identifiquen contigo o al mirarte vean un vástago al que poder amoldar a su manera para conseguir lo que ellos no pudieron… Si no porque por alguna razón, que quizá tenga que ver con compartir unos genes o no, te van a querer. Y sólo soy realmente consciente de ello desde que un día mi madre me dijo, habiéndome enfadado yo por no conseguir el juguete o la chuchería que desease en aquel momento:

-Hijo, acuérdate de que aunque tú me odies, yo te quiero.-

Y con aquella oración llego a la puerta de casa, por segunda vez hoy, apenas unas horas después, y todo luce tan diferente… Ojalá pudiera presionar un botón y manejar la vida como una jarra en un torno. Advertir que hay un error, o algo que no debe ser así, y solucionarlo con poner el dedo y ver la vida girar. Así debían sentirse los dioses en el Olimpo. Manejar la vida con los dedos y a base de soplidos tiene que ser divertido. Bueno, por un tiempo. Rara vez se ve a Zeus sonreír en las pinturas.