Publicado por joseángel

Cien metros. De lejos el mejor momento del día. El que se cubre quemando los cien primeros. Con la sangre aún en calma, porque el corazón no se da por aludido por atarme las zapatillas y salir con los bolsillos vacíos a una calle a dos grados. Él pretende seguir con el mismo trote desdeñoso del partido de los sábados, porque claro, las costumbres son las costumbres y lo que signifique alterarlas sorprende al personal. Sal diez días seguidos y al undécimo tu madre sacará el billete azul del bolsillo por acto reflejo; no salgas diez días y si el undécimo te duchas a las once y media, prepárate para las caras de “oh, por todos los santos, ¿adónde vas?”. Y el corazón piensa, decide y actúa según le conviene. Siempre. Así que en estos cien metros la mente inyecta a presión al cuerpo la idea del movimiento, y ante la incredulidad de la bomba hidráulica, las primeras en reaccionar son las piernas. De súbito se alegran, levantan las rodillas hasta el punto de la sobreactuación como si de una demostración de treinta segundos se tratase, e imponen un ritmo de atleta federado. En los cien primeros metros, ni un solo jadeo, respiración pausada, rítmica. Todo entra y sale por la nariz. Ni una gota de sudor, impecable. El mejor momento, sí. Despierto, animado, atento, con Whitey como un metrónomo en el oído, limpio y lleno de energía. Podría encontrarte en el metro noventa y cinco con el amor de mi vida y sentirme afortunado de que haya sido en ese momento, porque soy mi versión idónea.

Mil metros. La euforia se apaga, pero en compensación lo hago mejor. Algo así como esa transición en los primeros minutos de un examen que al leer por encima se muestra asequible. Un vistazo rápido, compruebas que sabes de qué te hablan, y cuando se pasan los nervios haces una llamada a la calma y te pones manos a la obra. Aquí es igual. A los mil metros sé a qué juego, los pies se entienden, los pulmones aplauden porque les doy trabajo, y vista al frente. A la luz de las farolas. ¿Es tan difícil que más de la mitad funcionen? Al carril bici y sus graffitis de alto standing: "Jenny te quiero" -y a una docena de zancadas, "Jenny zorra"-. A los coches. ¿Quién irá dentro? ¿Algún conocido? ¿Me reconocerán si se fijan? El aliento todavía es inaudible, pero la pausa y tranquilidad con la que llego a los mil metros dejan un resquicio para que pueda pensar, y eso asusta. Mejor aprieto. Podría encontrarme en el metro novecientos noventa a un amigo con el que esté enfadado y mantener una conversación reconciliadora; mi mente está en perfectas facultades, incluso más fresca, y aun así no queda tanta fuerza para defender puntos de vista.

Cinco mil metros. Exceptuando la jugosa dosis de moral que proporciona dar la vuelta a la mitad del recorrido, soy un ser vivo que se nutre de la imaginación para continuar, porque al final del camino espera esa maravillosa sensación. La de haberme convertido en el personaje activo y enérgico que tanto echo en falta los domingos por la tarde. Cuesta no escurrir la camiseta para recrearse por haber vencido a esa pereza dictatorial que te encadena al salón y te lleva a hacerte caricaturas de ti mismo al estilo Pocoyó en internet.

Sienta especialmente bien salir a correr un día de resaca. Es meritorio, no ya por la voluntad que se necesita para salir de la cama, o del sofá, que en el siglo XXI ambos muebles se confunden, una cama pegada a la pared es un sofá incómodo y un sofá cómodo, la mejor cama. Es más bien porque… Bueno, ahogarse en su propia saliva y bocanadas reflejas de aire es menos cómodo si las sienes palpitan de forma visible. Jamás entenderé por qué en la televisión el efecto de una buena resaca es que los sonidos se amplifiquen y te destrocen la cabeza. A mí, ni a nadie que yo conozca, le molesta que hablen alto a las tres de la tarde después de haber salido. Al contrario, con un poco de suerte te devuelven al mundo de los vivos. Tragas saliva, rezas un padrenuestro y te incorporas con cuidado y por etapas para no ver esa espirales de luces brillantes blanquecinas girando a mi alrededor. Pero sólo me molesta que me palpiten las sienes. Eso, y que al sacudir la cabeza parezca que por la noche, mientras dormía, hayan roto un vaso y hayan tenido la amabilidad de guardarme los restos entre oreja y oreja. Los decibelios me caen bien.

Existen tantas frases “ingeniosas” con respecto al alcohol que cada fin de semana me sorprende alguna nueva. La última es que éste tan sólo te lleva a hacer cosas que ya querías hacer antes. Si se refiere a que finjo mejor quién no me cae demasiado bien, quizá sí, pero ahí se acaba el dogma. Que mi móvil no sea de última generación no significa que quisiese que se resbalara de mis manos y se zambullese entre docenas de pies. Tampoco es que me apeteciese no saber dónde había dejado la cazadora y llegar a casa sin ella. Ni derramar esa cantidad de líquido dulzón y pegajoso en la alfombra. Qué coño, el alcohol convierte en un estúpido. Y además me muestro efusivo con quien no me apetece siempre que luce el sol. No vuelvo a beber.