Publicado por joseángel

A los siete mil metros ya estoy en casa, y el cansancio hace que el adosado luzca como un oasis en el centro geográfico del Sáhara. Un maldito oasis con una decena de grifos bajo los cuales zambullirme para beber hasta que duela. Uso las últimas energías en levantar la vista y observar esa multitud de habitaciones encendidas que se ha convertido en la seña de identidad de mi familia. Es fascinante cómo en casa descuidamos tanto el ahorro energético, qué poco nos sensibilizó David Villa con su “la calefacción, a 19 grados basta” y su sonrisa cálida. Debe haber visita esta noche, o unos grandes ingresos que paguen la factura de la luz. Y resulta curioso, porque, brazos en jarra, al otro lado de la calle, con todas las persianas subidas puedes observar una especie de cómic animado. Un 13 Rue del Percebe en tiempo real, un Belén viviente en febrero, cambiando los apacibles bueyes con mirada penetrante –como si fueran conscientes de que se encontraban ante el nacimiento de la religión más importante del mundo y eso los hiciera felices, tanto como a la vaca del logotipo de La Vaca Que Ríe- por Figo, mi gato sobredimensionado. Pero el cómic está por escribir y no se vislumbra nada más que lámparas dando con su luz forma a toda la parafernalia de maquetería de Diego, a los cuadros de mamá, a la cocina americana.
Ciertamente ésta es una casa de soñadores y artistas. La mente de Diego es como uno de esos laberintos de los libros de pasatiempos mal hechos: puede llegar a complejidades aturdidoras y hacer de algo pequeño todo un mundo, pero cuando menos se espera, en las situaciones más incómodas, traza una línea y sale por la misma esquina que empezó encontrando el fallo del asunto, sin haber menguado la punta del lápiz, sin necesidad de entrar a buscar al minotauro. Y es entonces, bajo la mayor presión, cuando resuelve cualquier contratiempo con seductora practicidad. Supongo que ese cerebro de Jekyll y Mr. Hyde es lo que le lleva a crear esas imponentes catedrales en miniatura… Que ese contraste entre lo simple y lo endemoniadamente complicado es lo que se necesita para dar forma a algo tan bello que cuando te lo presentan acabado, parece el destino lógico de esa cantidad de piedras, como si el maestro constructor del siglo XII basase su inspiración en echar un vistazo a la cantera y en el instante descubriese que esa mole de roca sólo pudiera acabar construyendo ese edificio. Algo así como mirar en la cama los ejercicios resueltos de Sistemas Auxiliares del Buque y encontrar todo tan razonable, tan acojonantemente verídico que ni siquiera practicas, porque cuando comiences no se te ocurrirá otra forma de hacer las cosas que da los resultados correctos. Pero la realidad es otra, y ante el folio en blanco el ser humano puede llegar a ser muy imaginativo y llegar a incorrecciones bíblicas. Por eso admiro a Diego, porque él parte de cero y todo lo tiene dentro, elige el camino correcto aunque estudie tumbado. Más que eso, no elige un camino correcto, porque no hay unas reglas a seguir a la hora de crear, sino que inventa. Y lo hace bien.
Buscando la llave del portal por algún rincón de las capas de ropa me percato de que después de una década, todavía no sé si saludar a mi vecina Rosa. Ella tampoco. Rosa. Rosa tiene nombre de vecina, no podría tener una vecina que se llamase Malena y pensar que es una vecina, y no la regente de una sala de variedades. Nos miramos a intervalos en los segundos que tardo en cruzar el umbral y si en uno de ello coincidimos ambos, entonces nos saludamos. Si no, fingimos molestia por haber pisado barro o que no nos abran al tocar al timbre, y hasta el siguiente posible saludo. Pero hoy ella me da esquinazo más rápido que yo y dobla la esquina para dirigirse al jardín trasero. Joder, para mí es un alivio porque no se me da muy bien aparentar que he pisado lo que excretó un perro hace un par de horas, ella me lo ha puesto fácil para evitar soltar ese “buenas…” con cara de tonto y un tono de voz que parece indicar que en cuanto entre en casa voy a adoptar un niño nicaragüense, pero aun así me molesta que haya sido ella. Como cuando una chica va detrás de ti y por poco que te interese, te molesta cuando un día ves que les das igual y en su mirada no ves nada extraño, sino indiferencia.
Justo cuando la llave, que ya está entrando en la cerradura, está a punto de girar, recuerdo que papá me había pedido que a la vuelta trajese esa rara especie aromática cuyo nombre no recuerdo ahora mismo, pero adivinaré en cuanto busque por el estante de la tienda. Salir a correr por la noche tiene la desventaja de que cualquier recado recaerá sobre ti, como si salir a correr, como no constituye una obligación, fuese un paseo por la ciudad con las manos en los bolsillos. Pero no importa, me encanta ir de noche, es cuando en realidad se puede estar a solas un rato consigo mismo y ser beneficiosamente egoísta, porque el resto del día no estamos solos aunque nos atrincheremos en la habitación. Siempre hay distracciones, siempre estamos dando y recibiendo, llamando, trabajando, durmiendo, todo por un fin, lo que sea. Pero por mi querido carril bici a las once de la noche sólo puedo despejarme y quererme un poco.
Fuera ya del alcance de Rosa, ¡ay, Rosa, ahora extraño tu saludo! giro en redondo para cumplir con el recado. De todas maneras, conviene que me siga dando el aire hoy, así que daré una vuelta y vuelvo más tarde. Siempre habrá un timbre al que tocar y charlar un rato, hoy no me apetece estar en casa, y no es capricho. Se avecina tormenta.