Publicado por joseángel

De camino a casa de Gonzalo, apenas hablamos. Me encanta eso. Me encanta que puedas estar la serie de minutos que en otras condiciones resultaría preocupante, sin decir una sola palabra, y que no resulte ser una situación incómoda. Solamente una situación más. Me encanta tener a un amigo tumbado en el sofá, yo en el otro, y que cortemos una conversación porque sí, porque no da más de sí, y cada uno se retire en alma, que no en cuerpo, a pensar en sí mismo quince minutos. Eso sí, cualquiera podrá romper el silencio con lo primero que se le ocurra, porque es un silencio circunstancial, no establecido. Por otra parte, y para dar variedad, me encanta que haya momentos, con quien sea, en que nos quitamos la palabra de la boca el uno al otro, momentos en que, con una sonrisa efusiva y llena de fuerza contagiosa, contamos atropelladamente todo lo que se nos ocurre. Sin filtro, tal cual se genera en el cerebro. A veces ni éste mismo lo procesa, con lo cual el oyente no sólo se pierde entre la velocidad de las acciones, sino también por el poco sentido de los juicios que emitimos. Pero no importa, el que quiere contar, cuenta, y el otro, escucha. O no escucha. No importa, lo más importante es esperar pacientemente el turno para poder contar también. En este punto no es relevante si se presta atención o no. Lo importante es soltarlo todo, dejar salir ese borbotón de información y quedar satisfecho. Es como una especie de sexo sin compromiso: cada uno busca su beneficio, pero para ello necesita a alguien, no puede hacerlo solo. Cuando cada uno se desahoga, sexual o conversacionalmente, los dos quedan tranquilos y sosegados, y a otra cosa.
Es curioso, porque somos capaces de resumir un año de carrera en dos frases y quince segundos, pero estos momentos de ímpetu, de pisar el acelerador con la lengua, no se basan en el resultado de unos exámenes. Ni en una oportunidad de trabajar en lo que te gusta. Ni siquiera en un diagnóstico positivo de un amago de enfermedad grave de un familiar. No. Las conversaciones más largas, más envolventes y animadas, se basan en detalles que originalmente duraron un segundo. Una mirada, una frase con doble sentido de parte de una persona especial. Un encontronazo. Un beso. Las conversaciones más largas son por culpa de los besos. Horas y horas y más horas se gastaron infructuosamente desde el principio de los tiempos intentando describir un momento que sólo se puede ilustrar, nunca mejor dicho, mediante una fotografía. Si borraran los besos de las pautas del comportamiento humano, tendríamos tanto tiempo libre, tantísimo tiempo libre, que todos seríamos bilingües. O sabríamos pintar óleos. O entenderíamos de fotografía, podríamos ir por ahí captando los besos de la gente y nos ahorraríamos miles de litros de saliva.